Era una noche helada y despejada de las últimas semanas del año. Estábamos reunidas alrededor de unas veinte personas. Algunos aún éramos buenos amigos porque manteníamos el contacto con el paso del tiempo después de más de quince años, cuando acabamos nuestros felices días de colegio. Otros eran un recuerdo familiar de un carácter conocido de más de una década. Aún así y por momentos, parecían ser los mismos.
Nos sentamos en nuestra mesa de aquel acogedor local. La antigua piedra rojiza que recubría las paredes armonizaba con el confort del calor que la chimenea encendida al otro lado del restaurante proporcionaba. Nos habían dicho que allí cocinaban el mejor cordero del mundo entero. Seguramente exageraban pero estaba más seguro aún que estaría igualmente delicioso. También tenían una cosecha propia de vino, muy cotizada en mercados selectos y extranjeros. Estaba impaciente por empezar a degustar la carne y saborear un buen zumo de uvas enriquecido con tanto tiempo como el que hacía que no veía a algunos de mis ex-compañeros.
Ya estábamos todos los que teníamos que estar cuando acudió el camarero a tomar nota.
Parecía que nadie se había decantado todavía por
ninguna de las opciones ovinas disponibles en la carta. Tampoco yo, pues aún
seguía charlando con aquella gente que compartía y a la que le pertenecía casi
la mitad de mi tiempo en vida. Oí pedir algo al otro lado de la mesa. Mientras, alguien dejaba una larga chaqueta beige tras el respaldo de su silla. Dejó su moderna
boina en la mesa. No recordaba quién era, estaba demasiado absorto con las
historias que mis viejos camaradas de pupitre y yo mismo
compartíamos. Estaba claro que había pasado mucho tiempo y algunos
habíamos cambiado mucho. De hecho nunca supe quién fue con certeza. Aunque siempre mantuve la esperanza de que mi intuición superase la
razón.
No recuerdo haber hablado con esa persona y tiempo después me enteré que nadie lo hizo tampoco.
No recuerdo haber hablado con esa persona y tiempo después me enteré que nadie lo hizo tampoco.
Entre recuerdos, infinidad de momentos compartidos por los allí reunidos
parecían estar más presentes que nunca. Bocado a bocado degustábamos aquel
manjar mientras desgranábamos un pasado común. Historias de otro tiempo que se
entrelazaban con la realidad. Risas. Emoción en los ojos, entusiasmo en los
relatos. Melancolía.
El reloj seguía corriendo pero no había prisa. En aquel momento, de
repente, nos encontrábamos en el patio de nuestra infancia. Columpios,
arena, pelotas… quizás un recreo más pero para nosotros algo diferente. Un
túnel que atravesarlo significaba sumergirse en un mundo de fantasía, con
principio pero sin final escrito. Disputas de críos, carreras y más risas. Ese
agradable sonido de la inocencia y la despreocupación. Y en ese preciso
instante, volvió a aparecer al fondo de un rincón la silueta misteriosa. Creí
verla sonreír, y entonces recordé que cuando llegó ya esbozaba una sonrisa.
Volvimos a la mesa convertidos en señores. Sin otros comensales en el
restaurante, lo hicimos nuestro. ¿Había pasado tanto tiempo?, ¿realmente
habíamos cambiado? y ¿nuestro mundo? Había pasado mucho tiempo. Por momentos todo
era realmente fácil, sencillo. Me hubiese dado igual cenar en cualquier otro lugar. Era la compañía la que creaba ese momento. Con la confianza del buen vino alguien mencionó
palabras que todos teníamos marcadas en lo más profundo de nuestro ser.El frío inicial de la noche era historia. Lo que comenzó en invierno, pareció terminar en una época primaveral. No era la temperatura, eran unos sentimientos muy difíciles de explicar. Tan difíciles de explicar como la desaparición de la persona que portaba aquella prenda beige de sombría tonalidad que, una vez cerrado el acogedor salón, permaneció sobre su asiento.
Por Enric Ruiz y Kielo Bokokó para nuestra generación del 86. Inspirados y en memoria de un amigo que nos dejó el pasado mes de Noviembre del 2013.
Descansa en Paz Miqui.
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