miércoles, 29 de enero de 2014

Mi Sol

Las palmeras susurraban con el viento del atardecer. Allí, entre dunas de arenas impolutas, eran testigos de la belleza natural de aquel recóndito lugar. Una pareja sentada frente a la orilla del mar se miraba fijamente a los ojos.
¿Qué pensaría?, se preguntaba ella. ¿Me seguirá hasta el final?, curioseaba él. Comenzaron a caminar lentamente por la playa. El sol ya no calentaba la fina alfombra de polvo dorado. Tonos rojizos con azules celestes se fundían en el horizonte. Minutos más tarde llegó la oscuridad.

Las estrellas iluminaban su regreso por la pequeña y serpenteada carretera junto a la costa que él conocía. En el coche sonaba la radio. Sí, esa canción que tantos recuerdos le traían . Unos sonidos que a ella parecían hacerla viajar a otro lugar. Recuerdos lejanos.
No fue fácil para ella abandonar la comodidad de lo conocido para aventurarse en otra cultura. Lejos, muy lejos de su hogar.

Lo tenía todo. Eso pensó hasta que lo conoció. De familia acomodada, profesional liberal, con una casa en propiedad y todas las facilidades de una gran ciudad del hemisferio norte. Supo entonces que se trataba de un nuevo reto, quizás su mayor reto. Un desafío que valdría la pena. ¿Valdría la pena? No lo sabía realmente pero tampoco le importaba o le atormentaba la pregunta, pues sabía que lo amaba. Lo quería en ese momento, ahora, y eso era más poderoso e importante que cualquier duda.

Aún así y al igual que la propia contradicción de la vida hacia la muerte, sabían que aquel deseo del momento presente duraría bastante pero no lo suficiente para estar en comunión durante el resto de su existencia en aquel pequeño gran mundo lleno de alegrías y penas. Ella lo sabía, e intuía que él también.

Necesitaban crear el suyo propio. Su mundo particular.

Estaban a punto de entrar ya en la ciudad. Su casa estaba situada en una zona céntrica y tendrían que atravesar el núcleo urbano aún. Era hora punta y habían tantos semáforos en rojo como gente con prisas, obligaciones y derechos tanto propios como impropios. No le gustaban los atascos, recordó. Y aunque el pragmatismo de vivir en el centro era incuestionable, se había hecho la promesa de que algún día viviría en una zona tranquila con la mayor cantidad de naturaleza a su alrededor. Con Ella.
Inesperadamente pero sin brusquedad puso el intermitente y salió del camino de la  carretera parando en el arcén.

- ¿Pero qué haces? - preguntó ella entre la sorpresa y la preocupación. - Te encuentras bien?
Él sonrió.
- Mejor que nunca. He recordado algo ! - dijo con entusiasmo.
- Pero, ¿qué haces? - preguntó más sorprendida aún cuando vió que abría la puerta del coche y salía de él. - Pero... - balbuceó para ella con la boca entreabierta.
Se quedó mirando por su ventanilla y el resto de ventanas del coche pero no lograba distinguir hacia dónde había ido. Pasó poco menos de medio minuto, cuando él volvió con una sonrisa en la cara que despertó la de ella aún sin saber por qué.
- ¿Te has vuelto majara de repente? - le preguntó sonriendo, expectante.

Entonces descubrió una rosa roja que tenía escondida tras su espalda. Hizo un gesto entre la desaprobación por dejarla a solas, la incredulidad y el amor de tal gesto. ¿Era amor o locura? Se preguntó, y de nuevo la pregunta se borró de su mente por el mismo motivo de siempre. Lo quería.
Estaba claro ya el camino a seguir. No habrían ni semáforos en rojo ni atascos imposibles.


Autores: Kielo Bokokó y Enric Ruiz.

miércoles, 15 de enero de 2014

La sonrisa que cambió el invierno.



Era una noche helada y despejada de las últimas semanas del año. Estábamos reunidas alrededor de unas veinte personas. Algunos aún éramos buenos amigos porque manteníamos el contacto con el paso del tiempo después de más de quince años, cuando acabamos nuestros felices días de colegio. Otros eran un recuerdo familiar de un carácter conocido de más de una década. Aún así y por momentos, parecían ser los mismos.
Nos sentamos en nuestra mesa de aquel acogedor local. La antigua piedra rojiza que recubría las paredes armonizaba con el confort del calor que la chimenea encendida al otro lado del restaurante proporcionaba. Nos habían dicho que allí cocinaban el mejor cordero del mundo entero. Seguramente exageraban pero estaba más seguro aún que estaría igualmente delicioso. También tenían una cosecha propia de vino, muy cotizada en mercados selectos y extranjeros. Estaba impaciente por empezar a degustar la carne y saborear un buen zumo de uvas enriquecido con tanto tiempo como el que hacía que no veía a algunos de mis ex-compañeros.

Ya estábamos todos los que teníamos que estar cuando acudió el camarero a tomar nota.
Parecía que nadie se había decantado todavía por ninguna de las opciones ovinas disponibles en la carta. Tampoco yo, pues aún seguía charlando con aquella gente que compartía y a la que le pertenecía casi la mitad de mi tiempo en vida. Oí pedir algo al otro lado de la mesa. Mientras, alguien dejaba una larga chaqueta beige tras el respaldo de su silla. Dejó su moderna boina en la mesa. No recordaba quién era, estaba demasiado absorto con las historias que mis viejos camaradas de pupitre  y yo mismo compartíamos. Estaba claro que había pasado mucho tiempo y algunos habíamos cambiado mucho. De hecho nunca supe quién fue con certeza. Aunque siempre mantuve la esperanza de que mi intuición superase la razón.
No recuerdo haber hablado con esa persona y tiempo después me enteré que nadie lo hizo tampoco.

Entre recuerdos, infinidad de momentos compartidos por los allí reunidos parecían estar más presentes que nunca. Bocado a bocado degustábamos aquel manjar mientras desgranábamos un pasado común. Historias de otro tiempo que se entrelazaban con la realidad. Risas. Emoción en los ojos, entusiasmo en los relatos. Melancolía.
El reloj seguía corriendo pero no había prisa. En aquel momento, de repente, nos encontrábamos en el patio de nuestra infancia. Columpios, arena, pelotas… quizás un recreo más pero para nosotros algo diferente. Un túnel que atravesarlo significaba sumergirse en un mundo de fantasía, con principio pero sin final escrito. Disputas de críos, carreras y más risas. Ese agradable sonido de la inocencia y la despreocupación. Y en ese preciso instante, volvió a aparecer al fondo de un rincón la silueta misteriosa. Creí verla sonreír, y entonces recordé que cuando llegó ya esbozaba una sonrisa.
 
Volvimos a la mesa convertidos en señores. Sin otros comensales en el restaurante, lo hicimos nuestro. ¿Había pasado tanto tiempo?, ¿realmente habíamos cambiado? y ¿nuestro mundo? Había pasado mucho tiempo. Por momentos todo era realmente fácil, sencillo. Me hubiese dado igual cenar en cualquier otro lugar. Era la compañía la que creaba ese momento. Con la confianza del buen vino alguien mencionó palabras que todos teníamos marcadas en lo más profundo de nuestro ser.

El frío inicial de la noche era historia. Lo que comenzó en invierno, pareció terminar en una época primaveral. No era la temperatura, eran unos sentimientos muy difíciles de explicar. Tan difíciles de explicar como la desaparición de la persona que portaba aquella prenda beige de sombría tonalidad que, una vez cerrado el acogedor salón, permaneció sobre su asiento.




Por Enric Ruiz y Kielo Bokokó para nuestra generación del 86. Inspirados y en memoria de un amigo que nos dejó el pasado mes de Noviembre del 2013.
Descansa en Paz Miqui.